P. Manuel Antonio Teixeira Sequeira.
(Sacerdote Dehoniano. Se licenció en la Universidad Gregoriana de Roma y allí mismo realizó su doctorado en Teología Dogmática bajo la dirección del Profesor Elmar Salmann. Actualmente es Profesor del Iter en las materias de Introducción a la Teología, de Teología Fundamental y del postgrado en Teología Fundamental. Publicó en el número 5 de la revista ITER Humanitas, un artículo titulado «Itinerarium mentis in Deum», correo: p.antonioteixeira@hotmail.com)
(Is a Dehonian Priest. He graduated at the Gregorian University of Rome. There he earned a doctorate in Dogmatic Theology under Dr. Elmar Salmann direction. Nowadays he is a professor at ITER Institute in the matters of Theology Introduction, Fundamental Theology and Fundamental Theology master’s degree. Published at ITER Humanitas journal N° 5 an article entitled «Itinerarium mentis in Deum»)
(Publicado en la Revista de Teología del ITER (Instituto de Teología para Religiosos), Facultad de Teología de la Universidad Católica Andrés Bello (Venezuela) 52: 163-170, mayo-agosto 2010)
Resumen.
El autor del ensayo se propone reflexionar acerca del ministerio sacerdotal, pero viéndolo desde el fenómeno de la crisis vocacional. Dos reflexiones se efectúan no sólo en paralelo, sino de modo simultáneo, yuxtapuesto y correspondiente. Se trata de entender el fenómeno de la crisis vocacional, ver las raíces que lo causan, para enunciar la tensión del vivir en este mundo sin ser de él, como una de las propiedades más propias, pero más olvidadas del sacerdocio. Por último constatar que la ausencia de vocaciones no tiene que ver con que el Espíritu Santo nos haya olvidado, se trata más bien de un pecado arraigado en el modo de vivir de los ministros.
Palabras clave: Estar en el mundo sin ser del mundo; tensión; ser testigos de Cristo; crisis vocacional; vocacionado; vocacionando; sociedad de bienestar; presbítero; silencio del Espíritu Santo.
Abstract.
The author of this essay proposes to reflect on the priestly ministry, but viewing it from the vocational crisis phenomenon. Two reflections are made, not only in parallel but simultaneously, juxtaposed and correspondent. It’s about understanding the phenomenon of vocational crisis, see the roots that cause it, to articulate the tension of living in this world without being of it as one of the more characteristic properties, but most neglected of the priestly ministry. At least to verify that the absence of vocations is not about an forgetting from Holy Spirit, it is rather about the rooted sin in the priest’s life style.
Key word: Being in the world but not of world; tension; be witnesses of Christ; vocational crisis; vocations; welfare society; priest; silence of the Holy Spirit.
Mundanización y sacerdocio ministerial.
Escribir un ensayo sobre el sacerdocio, no es tarea fácil, más aún cuando quien lo escribe forma parte del clero y lo escribe en las postrimerías del año sacerdotal, que tantos textos y reflexiones en torno a este tema ha producido. Desde el inicio dejo claro que no pretendo exponer aquí un apretado compendio sobre la teología del sacerdocio; sí me gustaría escribir sobre lo cotidiano, sobre aquello que nos preocupa, sobre aquello que nos deja estupefactos porque pone en cuestión la misma fe: crisis vocacional, escándalos morales por parte de ministros ordenados, identidad del sacerdocio ministerial y el papel del Espíritu Santo en todo este rollo existencial. No me parece discutir si el término sacerdote es adecuado o no, si el término es exclusivo y excluyente o no, pienso que la historia de este vocablo ha pasado por diversas transformaciones y que se le han añadido y quitado acepciones a lo largo de la historia. No me parece que sea la discusión terminológica aquello que más interese a los fieles y aquello que más nos ayude a crecer como Iglesia. Por otro lado, en la Iglesia han existido siempre los ministros ordenados a quienes han llamado sacerdotes. Con esto no quiero negar que todos los bautizados participen del sacerdocio de Cristo. ¡Lejos de mi tal intención! Lo que aquí me preocupa es la crisis del ministerio ordenado. Soy de la opinión, que muchas veces nos enfrascamos en discusiones que a la postre resultan nominalistas y no suelen aportar una pizca de solución al problema del ministerio sacerdotal y, por ende, no ayudan tampoco a que el sacerdocio de los fieles se profundice y se arraigue.
No cabe duda que vivimos un momento de crisis, no se trata de un apuro ficticio, sino de un hecho que se verifica en lo concreto de estadísticas científicas[1]. Que el número de vocaciones ha ido disminuyendo, es constatable en toda Europa, y que ese número aunque todavía esperanzador en Venezuela, comienza a reflejar algunos retrocesos a este lado del Atlántico. ¿A qué se debe este retroceso en el número de los vocacionados, cuando la Iglesia dispone de más y mejores medios para llegar con un menor esfuerzo a un número mayor de personas? Muchos no dudan en adjudicar la causa de la crisis, a mi entender de modo simplón y poco serio, al creciente bienestar que se experimenta en las sociedades europeas y latinoamericanas. El bienestar actuaría como una especie de inhibidor en el vocacionado que le impediría encarnar el rol del sacerdocio ministerial; la crítica se hace, como si la misma Iglesia no fuera usufructuaria de todo ese bienestar. ¿Qué sacerdote menor de 60 años no posee un computador personal, un celular para comunicarse, un auto para desplazarse, internet en casa, una buena lavadora, un buen televisor con cable para descansar de las duras faenas pastorales? ¿Qué es todo eso? La respuesta es simple: artefactos creados por la sociedad de bienestar. Cuando achacamos a la sociedad de bienestar la causa de la crisis, o bien no pensamos que nosotros somos beneficiarios de esa sociedad, o si lo pensamos, juzgamos al otro con cierto aire de superioridad, al considerarlos incapaces de conciliar la sociedad de bienestar con la condición de ministros.
Colocar en la sociedad de bienestar, a la que juzgamos duramente aun cuando nos aprovechamos de ella, las causas de la crisis, tiene, además, otra consecuencia: rebotamos nuestra responsabilidad. No es el ministro ordenado quien queda en entredicho, sino que es la sociedad mala y perversa la que es cuestionada. Salvamos así la institución e incluso la gracia del Espíritu Santo. El Espíritu Santo actúa, pero son los llamados quienes no responden a su invitación por estar sumergidos y cegados en la sociedad de perdición.
Antes que echar la culpa a un determinado tipo de sociedad, quisiera fantasear con la hipótesis que la causa de la crisis no es cualquier cosa de externo –la sociedad−, sino de interno –los ministros sacerdotales concretos que encarnamos el rol de ministros ordenados. ¿Cómo explicar la causa de esta crisis, sin entrar en una descripción casuística que lo único que conseguiría sería enumerar una serie de actos dispersos, que no pasarían, a la postre, de ser una colección de vergonzosas anécdotas? La tarea no es fácil, pero me aventuraré en ella.
Todos sabemos que los cristianos estamos llamados a ser testigos de Cristo en medio de nuestro mundo. Al ministro ordenado, no le es ajeno este encargo; es más, su tarea consiste precisamente en animar a la comunidad a no olvidar este llamado, es decir, a no olvidar su sacramentalidad. Ser sacramentos en medio del mundo significa testimoniar una realidad que no es deducible de las estructuras terrenas, que sobrepasa todo entendimiento y que, sin embargo, está al alcance de todos. No es extraña entonces la ambigüedad en la que está llamado a vivir el cristiano: vivir en el mundo, siendo sacramento de una realidad que está más allá del mundo, que no puede ser contenida por él y que sin embargo debe ser vivida en él. Esta tensión, presente desde el inicio de la Iglesia −«No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo»[2]−, no ha desaparecido desde entonces −«No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida más que la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a sus condiciones. Su ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo (Cf. Rm 12,2); pero, al mismo tiempo, requieren que vivan en este mundo entre los hombres, y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas y busquen incluso atraer las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo pastor (Cf. Jn 10,16) »[3]. De aquí que no resulte extraño afirmar que esta tensión es inherente a la vida del cristiano y, esencial, a la vida del presbítero de la comunidad. No es un capricho el hecho que me detenga en este detalle de la tensión. Una de sus consecuencias es la imposibilidad de dar una identidad específica, sin ambigüedades, al ministro ordenado. La identidad del presbítero es, precisamente, esta tensión que lo obliga a una continua hermenéutica del rol que le toca encarnar. Cuando nos ordenamos no nos entregan un manual de procedimientos que indique las funciones y tareas del presbítero. Cada uno debe interpretar y discernir el modo de encarnar un rol que encierra en sí una ambigüedad: allí está la novedad de un don que nos viene dado como gracia, pero que es al mismo tiempo es tarea. Es gracia en cuanto no soy yo quien instituye el ministerio o un tipo de ministerio, y es tarea porque soy yo quien debe encarnar un rol que es, en sí mismo, tensión.
Quisiera ahora detenerme a justificar mi insistencia en esta tensión de vivir en el mundo sin ser de él, y el motivo por el que no alargo la reflexión a otros ámbitos de la teología del sacramento del orden. Esta visible tensión ha querido ser resuelta y negada, muchas veces, a lo largo de la historia. Al punto que la inclinación por una interpretación que coloca el acento en que no somos de este mundo, ha hecho a los presbíteros una especie de casta superior al interior de la comunidad eclesial. A este tipo de interpretación se le acusa de revivir el sacerdocio de la Antigua Alianza y de obviar la teología del sacerdocio de la Nueva Alianza contenida en la carta a los Hebreos y en la primera carta de S. Pedro. Por otro lado se ha querido también negar la tensión inclinando la balanza a favor de unos presbíteros dedicados al mundo, identificándose plenamente con él, sin ninguna distancia a su respecto. El sacerdote se convierte aquí en funcionario público no remunerado, querido y admirado por la comunidad, que llega incluso a confinar la esperanza cristiana a la esperanza mundana. No es extraño, en este tipo de presbíteros, que el tiempo de oración y estudio sea escaso, así como los lugares y momentos de privacidad. Habría un tercer tipo de interpretación que parece mantener la tensión, aunque en el fondo juega con la tensión para afianzar su Ego. Se tratan de sacerdotes con un discurso espiritualizante, juegan con las emociones y los ánimos de la asamblea que le toca presidir, pero donde el protagonista de todo es precisamente el presbítero. No hay ningún interés espiritual serio que lleve a un encuentro con Jesucristo. Las comunidades que nacen en este tipo de asamblea suelen ser supersticiosas y llevan en sí cierto grado de fanatismo e incluso de rigor moral. El destino de estas comunidades se confunde con el destino del sacerdote que las anima, de hecho no es raro que desaparecido el ministro sacerdotal, la comunidad tiende a extinguirse poco a poco hasta no quedar más que algunos rastros que traen a la memoria la gloria de un instante ya pasado.
El olvido de la tensión no está exento de consecuencias. En la medida en que el presbítero olvida que vive en el mundo pero no le pertenece, desvirtúa no solo su ministerio, sino que no cumple su función pastoral como animador de una comunidad que lleva en sí esta tensión entre el vivir en el mundo, sin ser del mundo[4]. Un sacerdocio así es la negación de su misma negación, lo que significaría la autoafirmación de la persona que encarna el rol, pero no del rol, y la anulación de toda posibilidad de evangelización. Es cierto que vivir la tensión es difícil[5]. Quizá por eso hemos abandonado al Virgilio de la Divina Comedia de Dante y hemos pactado con Mefistófeles de Goethe. Esta es, para mí, la tragedia actual a la que nos han destinado los dioses de nuestro mundo[6]. Sí, hemos constituido un sacerdocio a favor de un dios que no es aquel cristiano, aun cuando hace uso de él dándole un puesto en nuestro Partenón privado. Es desde aquí donde yo entiendo e interpreto no solo la crisis vocacional, sino la crisis presbiteral. Si cada uno tiene su Partenón donde el Dios Trinitario es uno más, cada quien vivirá de acuerdo a los dioses que adora. Se entiende entonces el laxismo moral, la egolatría, los escándalos sexuales, los escándalos financieros y los abandonos del ministerio por parte de muchos presbíteros. Se entiende también que de nuestro lenguaje haya desaparecido la palabra ascesis. La ascesis está bien cuando se vive en la tensión, pero si no hay tensión y si la eliminación de la tensión establece un sacerdocio ministerial “idolátrico” creador de una tragedia que los presbíteros deben soportar, ¿qué necesidad se tiene de la ascesis? Pareciera que la mundanización del rol ministerial, ha significado la descristianización de su papel[7].
¿Gracia u olvido del Espíritu Santo?
¿Podríamos decir que por el hecho que hayan disminuido las vocaciones, el Espíritu Santo se olvidó de convocar a más candidatos al ministerio? ¿Es este silencio del Espíritu una gracia? Estas preguntas no tienen la pretensión de ser meramente retóricas. De hecho, ambas cuestiones nacen de la repetida escucha de una frase que me ha dejado estupefacto, aun cuando por ciertos momentos la acepté, compartí e, incluso expliqué. La frase en cuestión considera a la crisis vocacional como un momento de gracia que se le concede a la Iglesia. ¿Acaso se puede pechar el silencio del Espíritu Santo como un momento de gracia? Entiendo el sentido de lo que se quiere decir, en cuanto que quien la dijo ve en esta crisis un momento propicio para cuestionar el modo a que somos llamados a vivir los sacerdotes. El autor de la frase considera que la Iglesia se ve ahora obligada a repensar el celibato, la obediencia, la homosexualidad y la pobreza en el ministerio sacerdotal. La iglesia se verá también coaccionada a reflexionar acerca del tipo de formación que se imparte en los seminarios. Este repensar, este verse obligada a una especie de autocrítica es vista por el mentor de la frase como un momento de gracia. Pero, ¿es en verdad tal? Este cuestionamiento, sin duda necesario, ¿no correría el riesgo de dejarnos en la superficialidad de la cuestión de la crisis vocacional? Sin negar lo interesante que significaría discutir estos temas en el seno de la Iglesia, ¿aportaría su discusión y los cambios que estas discusiones provoquen una solución al tema de la crisis vocacional? Sinceramente creo que no.
Por lo general cuando hablamos de vocación, hablamos de llamados suscitados por el Espíritu Santo; pero si estamos en una crisis acentuada y profundizada en Europa cuyos efectos ya se dejan sentir en América Latina, ¿significa esto que el Espíritu Santo se fue de vacaciones? ¿Cómo interpretar este hecho? Si el Espíritu Santo suscita vocaciones, es evidente que cuida de ellas. ¿No será acaso que el enfriamiento de las vocaciones se debe a que el Espíritu Santo quiere protegerlas, puesto que no estamos a la altura de recibirlas, cuidarlas y hacerlas crecer? ¿No será que el Espíritu Santo se cuida de nosotros? Solemos culpar a la sociedad consumista y postmoderna, ¿No será esto un encubrimiento de nuestra ineptitud y negligencia para vivir los consejos evangélicos? ¿No seremos acaso nosotros los esclavos de esta sociedad consumista? Pedimos vocaciones, pero ¿para qué? ¿Las queremos y mimamos realmente? ¿Hay crisis vocacional, o hay crisis eclesial? ¿Crisis de los vocacionables o de los ya vocacionados?
Es cierto que al iniciar este apartado equiparo la crisis vocacional al silencio del Espíritu. Quisiera explicar el porqué de esta paralelo. No tengo la menor duda que quien suscita vocaciones al ministerio sacerdotal es el Espíritu. El Espíritu es quien llama, pronuncia nuestro nombre y nos invita ejercer un ministerio a favor de los hombres[8]. Resalto el hecho que sea a favor de los hombres y no en contra de ellos. De aquí se puede interpretar al silencio del Espíritu como amor a la Iglesia. Podríamos decir que el Espíritu Santo hace silencio a favor de los hombres, en un momento en que los miembros que integran la comunidad de los ordenados han desvirtuado la vocación a la que han sido llamados. El silencio no es olvido, sino invitación a una reflexión a todos los miembros de la Iglesia y en particular a los miembros del clero. Desde aquí puede entenderse la iniciativa pontificia a convocar un año sacerdotal. Es cierto que se puede interpretar la convocación de un año sacerdotal, como la reedición de un estilo de sacerdocio trasnochado. Desde mi punto de vista, esta es la lectura menos afortunada y la más prejuiciada. A mí me gusta más, ver la convocación del año sacerdotal como el fruto de un discernimiento ante el silencio del Espíritu, que no tendría por finalidad una especie de marketing eclesial, sino una invitación a un examen de conciencia por parte de aquellos que son nombrados pastores de la Iglesia[9]. Un examen de conciencia que condujera a la confesión del mea culpa y la asunción del compromiso de obedecer a la voz del Espíritu en vez de extinguirlo[10].
Quisiera terminar este pequeño ensayo, animando a los ministros sacerdotales a no desalentarse en su servicio. El silencio del Espíritu no es retiro del Espíritu. La convocación del año sacerdotal es una invitación a todo cristiano no solo a asumir responsablemente su rol en el seno de la Iglesia, sino a asumir el pecado ajeno, incluso aquel pecado que hiere y escandaliza, porque proviene de aquel que nos debería animar a ser dóciles a la voz del Espíritu[11] . Tomando prestadas las palabras del Cura de Torcy en la novela de Bernanos, estoy de acuerdo en afirmar que «un pueblo de cristianos no es un pueblo de mojigatos. La Iglesia tiene los nervios sólidos y el pecado no la atemoriza, sino todo lo contrario. Lo contempla frente a frente, tranquilamente e incluso, siguiendo el ejemplo de Nuestro Señor, lo toma sobre sí»[12]. No temamos asumir con valentía la dignidad de nuestra vocación, sin esperar los halagos y las glorias del mundo[13], pues «pagamos cara, muy cara, la dignidad sobrehumana de nuestra vocación. ¡Está siempre tan cerca lo ridículo de lo sublime! Y el mundo, tan indulgente de ordinario con los ridículos, odia el nuestro instintivamente»[14]. Así mismo asumamos con humildad el sabernos frágiles. Ser fieles exige de cada uno de nosotros un esfuerzo por mantener viva la gracia que hemos recibido. No debemos olvidar que ha sido el mismo Señor quien nos ha llamado. El cómo del llamado, no lo sé, pero me gusta imaginarlo tal como lo describía el cura de Torcy a ese joven cura que debió interpretar su rol ministerial en un ambiente rural: «Todos nos hemos sentido llamados, sea, pero no de la misma manera. Y para simplificar las cosas comienzo por situar a cada uno de nosotros en su verdadero lugar en el Evangelio. ¡Claro que eso nos rejuvenece dos mil años! Pero el tiempo no es nada para Dios y su mirada lo atraviesa. Me digo a mi mismo que mucho antes de nuestro nacimiento, para hablar en lenguaje humano, Nuestro Señor nos encontró en alguna parte, en Belén, en Nazareth, en los campos de Galilea… ¿qué sé yo? Un día entre los días, sus ojos se fijaron en nosotros y según el lugar, la hora y la coyuntura, nuestra vocación tomó un carácter particular»[15].
[1] Cf. http://www.zenit.org/article-23522?l=spanish
[2] Jn 17, 15s.
[3] PO 3.
[4] Este mismo peligro fue ya intuido por Jean Laplace en su libro sobre el sacerdote a la búsqueda de sí mismo. « L’ouverture au monde, dans une Eglise toujours en retard d’une révolution, devient la grande vertu apostolique. On n’y parle ni de Dieu ni de la prière. L’action auprès des hommes importe seule. Le Christ, Fils de Dieu, s’estompe au point que l’Evangile devient un recueil de préceptes moraux » J., Laplace, Le prête, 161.
[5] « C’est une aventure de ce genre que le Concile propose à l’Eglise entière. Une conversion au monde doit se faire et elle doit être sans réserve, mais pour être fructueuse elle devra s’accomplir dans une foi de plus en plus pure, sans provocation ne faiblesse. (…) Le prête qui s’engage dans cette voie doit être d’autant plus enraciné dans la foi qu’il risque de ne rencontrer qu’incompréhension ou critiques » Ibid., 162s.
[6] «La invención de los ídolos fue el principio de la fornicación; su descubrimiento la corrupción de la vida.» Sab 14,12.
[7] Con esta afirmación no pretendemos contravenir el canon 1 del capítulo 4 de la sesión 23 del Concilio de Trento, que condena a la sentencia de aquellos que afirma que los ordenados debidamente tiene potestad temporal. Reconocemos que el sacramento del orden imprime carácter, pero no hay que olvidar que quien ejerce el ministerio ordenado, puede desvirtuarlo. Una afirmación no niega la otra. Cf. DS 1767.
[8] Cf. PO 2b
[9] Esta mi interpretación, se vio luego confirmada por las declaraciones del papa a los periodistas, en las que reconoce que los males la Iglesia hoy día padece, es producto de su pecado interior. Cf. http://mexico.cnn.com/ mundo /2010/05/12/papa- escándalo-de-abusos-es-producto-del-pecado-al-interior-de- la-iglesia
[10]Cf. 1 Tes 5, 17-21.
[11] Cf. PO 6b.
[12] G. Bernanos, Diario de un cura rural, Barcelona 1968, 19.
[13] A esto nos exhorta San Pablo en 1 Cor 4, 8,13, pasaje en el que se inspira Guardini para ofrecer el siguiente comentario: «Pero qué difícil debe ser una existencia en la que uno no significa nada y Cristo lo sea todo ; una existencia marcada por la imperiosa necesidad de llevar un contenido grandioso en un recipiente siempre desproporcionado, ; tener que ser solo mensajero, a causa de un eclipse de la desaparición del yo, renunciar radicalmente, si se puede hablar así, a la simple unidad del propio ser, en la que cuerpo, corazón y espíritu sean uno solo con lo que se hace y representa.» R. Guardini, El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo, Madrid 2002, 105.
[14] G. Bernanos, Diario de un cura rural, 66.
[15] Ibíd., 171s.